“And the man sat upon the rock, and leaned his head
upon his hand, and looked out upon the desolation.” Poe
-¡Chisgarabís,
Pietro Quídam!-
Aullaba
Benazir, lanzando miradas iracundas que se reflejaban en los espejos de la
habitación contigua a la biblioteca donde un amplio ventanal dejaba penetrar la
vaga luz de la tarde que bajaba por la sierra, en ese instante muerto, en
tránsito en que el valle de Aiguá se cubre con un halito de silencio. Esa hora
austera y taciturna en que dejaba escapar sus pensamientos y ensueños para
dejarse guiar en las líneas de Quevedo, mientras la sílfide en los reflejos
continuaba su perorata:
-No sé cómo los prosélitos que te has guindado con
ese vademécum de fruslerías esperen acuciosos algo más de ti. ¡Pobres almas miserables!
morirán a la sombra de tu prorroga, mientras tú, con ese bizarro talento para
postergarlo todo, dilatarás las horas y los días, sin escribir una sola línea,
sin que vuele por los recodos de tu deslucida galería una sola idea, una… y
desde acá puedo atisbar las hordas de editores famélicos que serán abrazados
por la eterna noche sin ver una ínfima palabra de esa obra que prometiste ha…
Porque tú Pietro Quídam, eres esa posibilidad de Ulises que no anclará nunca en
Ítaca, ni besará la macilenta calavera de Penélope; acaso el polvo… eres el
diletante onírico, que retendrá en vano a mi hermano en el vano de tu puerta,
hasta que le salgan arrugas por la…
Él seguía imperturbable ante las sentencias de
aquella que le reprochaba sin descanso. Su verbo y carne ajenos, aferrados en
repetir una y otra vez este párrafo, como si intentase grabarlo en su infame
memoria:
“Eso no es la
muerte, sino los muertos o lo que queda de los vivos. Esos huesos son el dibujo
sobre que se labra el cuerpo del hombre; la muerte no la conocéis, y sois
vosotros mismos vuestra muerte, tiene la cara de cada uno de vosotros y todos
sois muertes de vosotros mismos; la calavera es el muerto y la cara es la
muerte y lo que llamáis morir es acabar de morir y lo que llamáis nacer es
empezar a morir y lo que llamáis vivir es morir viviendo, y los huesos es lo
que de vosotros deja la muerte y lo que le sobra a la sepultura. Si esto
entendiérades así, cada uno de vosotros estuviera mirando en sí su muerte cada
día y la ajena en el otro, y viérades que todas vuestras casas están llenas
della y que en vuestro lugar hay tantas muertes como personas, y no la
estuviérades aguardando, sino acompañándola y disponiéndola. Pensáis que es
huesos la muerte y que hasta que veáis venir la calavera y la guadaña no hay
muerte para vosotros, y primero sois calavera y huesos que creáis que lo podéis
ser.”
El
tiempo se había encapsulado en aquella escena. Por más que quisiera proseguir
en la lectura y terminar de una buena vez aquel pequeño libro, una fuerza
imperiosa se lo impedía, ese rumor que con los años había crecido y encadenado
uno a uno sus impulsos, sus sueños y sus actos. Benazir no podía o no quería
entenderlo. Ella era solo un viejo fantasma, que se resistía al olvido, era el
reflejo arcaico de aquella diosa pagana, Ezis, madre de todas las tristezas,
madre que Pietro prefería llamar Benazir, ya nunca fue vista por nadie más que élo.
Ella era mucho más que un remordimiento retorico, más que una consciencia
inquisidora, que lo enjuiciaba, y le condenaba por su solipsismo. No, Benazir,
era mucho más, era el último vínculo que le ataba aun, a ese mundo de allá
afuera. Pero hoy no estaba para discutir con ella, demasiadas excusas para dar
a sus padres, a su editor de turno, al jefe de la editorial, a la presidente de
su club de seguidores… sencillamente estaba cansado de responder, de inventar
ardides. Solo quería que lo dejaran en paz, y al ver que ni la angustiosa
Benazir le ofrecía un poco de misericordia, no tuvo más remedio, que ponerse de
pie, tomar su abrigo y salir a la calle con aquel fragmento grabado en su
mente.
Una
vez fuera, se sintió liberado, así solo fuera una vaga ilusión, porque Benazir
seguía allí, tras los reflejos de las vitrinas de los cafés, de los vidrios de
los coches, de los ojos casuales de los transeúntes, más intento mantener esa
ilusión a toda costa, quería librarse de toda responsabilidad, de aquellas
acusaciones justificadas que todos le hacían. Todos tenían razón, todos tenían
el derecho de señalarle con el dedo. La justicia y la cordura, no podían dejar
deambular por la vida a un personaje como él, por más tiempo. La sociedad, no
podía darse el lujo de permitir que una criatura proclive e improductiva como
él coexistiera en su simétrica y armónica sinfonía. Él era esa nota disonante
que irrumpe de manera intempestiva para acabar con la carrera de su ejecutor.
La sociedad no iba a tomar ningún riesgo, y él lo sabía, incluso estaba de su
parte.
Se
hallaba enfermo, quizás había heredado el spleen de un romántico tardío y no
había podido alcanzar la cura, por más esfuerzo que hubiera entregado en cada
libro que había escrito hasta entonces, nada podía librarlo de aquella potencia
imperiosa, por el contrario. En cada párrafo terminado sentía que el virus de la
procrastinación se propagaba rápidamente por todo su ser. Y fue así como poco a
poco, se fueron postergando las entregas de sus capítulos a sus editores, fue
así como su antigua máquina de escribir se convirtió en un monstruoso artefacto
de suplicio, donde misteriosamente sus dedos no se atrevían siquiera a rozar.
Pretendió por un tiempo decir a la casa editorial, que estaba pasando por el
típico bloqueo que suele tener todo creador. ¡Mentira! No era así. Su mente
seguía produciendo un incontable culmen de maravillosas historias, aunque esa
fuerza magna que se había hospedado en su interior no le permitía ya, ni una
breve fuga al mundo exterior. Con los pasos las voces de reproche de Benazir se
aminoraron, las calles se difuminaron en el horizonte, y un paisaje bucólico
comenzó a materializarse, el sol se despedía tras una colina. Presa de un
extrañísimo arrebato decidió, llegar a zancadas hasta la cumbre del cerro
Catedral por donde se escurría el luctuoso astro. El viento frío enaltecía su
empeño, y parecía alentarlo en su escalada, sus miembros lucían vigorosos,
gráciles y flexibles, por un instante creyó elevarse del suelo y flotar sobre
una baja nube.
Al
llegar a la cima contempló agradecido una explayada comunidad de sosegadas
rocas. Aquel silencio, le pareció un milagroso presagio. Jamás le había dado la
merecida jerarquía a aquellos majestuosos guardianes que vigilaban la ciudad
desde la considerable altura. Emuló la postura de aquellos nobles faros grises
sin ojos y atisbó con nostalgia las primeras luces artificiales que iban
aflorando por las calles de Aiguá mientras la tarde seguía su andar por Sierra
Carapé.
Cerró
los ojos, para escuchar en la lejanía la voz interfecta de Benazir, que repetía
desconsolada:
¡Vuelve, Pietro
Quídam! ¡Vuelve, Pietro Immobile! ¡PIETRO!
Quiso
corroborar los hechos y simuló dar un paso. Fue una ilusión caduca,
profundamente inverosímil.
La
voz imaginada de Benazir fue perdiéndose con la noche hasta confundirse con la
algarabía mortecina que se ahogaba allá lejos, en el valle, mientras el eco de
un lenguaje pedernal ascendía por la cresta, que parecía corear aquel fragmento
grabado hoy para siempre en su memoria marmórea. Se sintió tranquilo,
flemático, arrullado por el canto de aquellos espíritus pétreos, que desde
tiempos remotos habían esperado su inevitable regreso.
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