Incomodo, muevo la
cabeza. Tomo un tinto frío. Busco un nuevo dolor psicosomático, alguna otra
excusa para hipocrizar la existencia. Hago malabares chuecos con las palabras,
quisiera que ellas hicieran striptease para mí. Pero las perras son finas y se
van con escritores publicados, de bolsillos semánticos mejor instaurados. Yo mendigo
una oración coherente en la tragedia. El oficio de ser un bueno para nada
persiste en no dar frutos. No me cae la manzana ni de Eva ni de Newton. Sigo mirando
el cielo y no veo cometas que se dirijan a mi prosa. El tiempo y el espacio de
mis días es una ilusión al igual que la de los demás payasos que siguen
haciendo corvetas para los dioses que duermen en los agujeros negros. Los ecos
del pasado solo me salpican su saliva. Doy gracias a los genios que no se reprodujeron
en mi genética. El peregrino es el yugo de los que viven confinados a la prisión
de sus miedos internos. Puedo derribar a cualquier demonio de un solo golpe,
pero no puedo hacer añicos el espejo que se burla de mi efigie. Un homúnculo sin
tiempo, una quimera sin quintaescencia… el recuerdo de las procrastinaciones
que se agolpan en pila en el cementerio de mis fracasos jamás realizados dejan
escapar sus espectros para gritarme en la madrugada. Buscan salvarme con la
locura pero la represión de la ociosidad es un fuerte medieval hecho de acondicionamientos
y costumbres arquetípicas, tan ancladas en el ser que solo una promesa de madre
extinta puede hacer una grieta donde la luz de la agonía discurra lentamente
por la colina del sinsentido de esta existencia parasitaria y precaria. Tengo
las manos de piedra, los pies de arena y los ojos contemplativos. Soy un idiota
que le reza a los cuervarios ciegos, soy el hombre que espera no nacer, pero el
tiempo improbable ha dado el veredicto en contra de mis sueños.
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