La Lira

Una trágica mañana en un viejo reino de concreto, ladrillo y alabastro. Se escuchó por las calles y los suburbios por donde transitaban uniformemente muertos con trajes análogamente grises y automóviles veloces que retaban la sonoridad del viento, una triste melodía que con sus amargas notas petrificó el instante. Todo cuanto allí alguna vez allí, en la ciudad de autómatas, gozó de movimiento alguno ahora se encontraba sumido en la quietud. Las bocinas de los autos enmudecieron ante la bella sinfonía. Los muertos con sumo cuidado prestaron atención las melancólicas notas que al parecer provenían de una misteriosa lira. En el inmaculado sosiego nació la incertidumbre y la duda ¿de dónde provenía aquella triste canción? ¿Quién la interpreta con tanta majestuosidad y belleza? Los muertos comenzaron a sudar frío como avecinándose a un mal presagio. La ciudad se hizo presa del terror. Algunos profetizaron que la melodía era el rumor del juico final. El fin de los días había llegado. Así los ojos huecos de los fallecidos se llenaron de pánico y sus labios remendados se abrieron de asombro. Sintieron hervir la sangre en sus venas secas, algunos hasta creyeron que su corazón les volvía a latir de la exaltación que tenían. Vislumbraron que su hora había llegado sin marcha atrás. Mas entre todos los uniformes difuntos, había uno que parecía no estarlo, simulaba mas a un sonámbulo que pernocta sin sentido entre los muertos. Y sin afán o miedo alguno se sentó en una lapida y con su pausada voz de durmiente dijo:

Si no queréis morir en esta triste melodía haced sonar las bocinas de vuestros veloces autos y así apaciguaran con su ruido aquella lira que os ha sentenciado al olvido. Quizás con vuestra algarabía y bullicio podáis remediar el final que os circunda.”

Los monótonos cadáveres vieron en estas palabras la postrimera posibilidad de salvación. No querían morir de nuevo. No querían ser absorbidos por el insondable olvido. Las bocinas chillaron como niños al nacer y el monstruoso ruido invadió las calles del reino de los autómatas. Pero no fue suficiente el grito desesperado de los automóviles para interrumpir los designios del destino. La última nota de la lira había dado ya su sentencia irrevocable. La cuidad comenzó a colapsarse. Primero cayeron las enormes torres, orgullo de los muertos, luego sus autos, los cementerios y por últimos los restos de los cadáveres. Todo se hiso polvo. Una gran borrasca elevo los vestigios de la humanidad finiquitada en un torbellino. El durmiente fue el único en presenciar como todo se desmoronaba ante sus entrecerradas pupilas. Para él no era más que un sueño. Sin mucha importancia se hecho a dormir en las ruinas de un parque. Y en sus sueños se preguntó ¿Quién sería el responsable de la catastrófica melodía? ¿Acaso él, en su ilusoria estratagema fabricó la lira y la interpretó como un gran maestro de sinfonías espeluznantes? Mientras soñaba fue también reducido a las cenizas del reino y sus sueños se hicieron polvo.


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