Postrado
el hombre en su barbarie, haciendo culto a su venerado fuego. En sus ojos de
bestia divinizada por los ancestrales tiempos, aun persiste ese brillo
atronador. Entrega a su ídolo todas sus ofrendas. En él coloca todas sus
esperanzas y vulgares fantasías. Permanece pálido y cálido, esperando sonrojar sus mejillas. Contempla con suma admiración los movimientos libres de
su sabio dios. ¡Que grato amor y dulce calor produce a su insignificada
figura! Ahora se pone de rodillas para
cantar, tiene deseos de bailar alrededor de su soberbia. Quiere agradar a su
señor. Quiere ser el mejor bufón, para no sentirse de nuevo desamparado en el
mundo de las sombras. He aquí cuando el preciado fuego se mofa de tal insolencia y
con indulgente movimiento arrebata de su faz la desfachatada comedia. Se
destruye el rito y las perversas intensiones del hombre la diñan.
El
hombre grita desconsolado. Tiene miedo. Se siente derrotado, vacío, su dios lo
ha abandonado. Ahora el justo viento solo ríe del maltrecho mamarracho de barro y de
sus esperanzas entorpecidas. Llora y grita sin alivio, el hombre desnudo
muriendo de frío y miedo. Las sombras se apoderan de todo a su vista, no puede
siquiera reconocer sus propios ojos frente al reflejo. Por más lamentos
inconsolables que se profieran, el hombre no recibe ninguna respuesta. Se halla
en cenizas su señor y su sueño.
En
ese terrible instante de bajeza, el querido viento siente misericordia y
susurra cariñosamente al oído del hombre una última canción. El canto
renovador, devuelve al hombre ese brillo en los ojos, ese que destruye supremos
alabastros con una simple mirada.
Se
encuentra pues ahora erguido el hombre, valeroso y desnudo, para aguardar las
terribles sombras. Esta preparado. Siente en su corazón ese fuego que creyó
perdido.
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