Los diarios del General


La campanilla resonó en el silencio de su habitación, las altas horas de la noche, excitaban sus sentidos. Las teclas de la vieja máquina repiqueteaban como golpes de un martillo en muro de madera. El aire estaba cálido y con un suave viento que apenas lograba filtrarse por la pequeña ventana de la bohardilla. Su mente intentaba penetrar en el misterio mas allá de los muros, pero solo el chillido de los grillos atormentaba sus ideas. Sabía que la noche no iba a serle suficiente para darle fin a su relato, no importaba cuantas tazas de café oscuro bebiera, sabía perfectamente, que era algo estúpido persistir con un absurdo como ese. Su espíritu ajeno a toda disciplina y perseverancia solo se inclinaba ante la efervescencia y pulsión del instante. Los pequeños triunfos que había alcanzado en el curso de su corta vida habían sido producto de la brevedad y la inspiración del momento. No era para nada de esos estudiosos que se consagran por meses y años en el circunloquio perfecto de una idea, en el modo correcto de proferir una frase, en la cadavérica epopeya de una Gioconda intelectual. Para él, las palabras eran segundos, agua de rio que se perdía en el tiempo, no algo invaluable que se pudiera mancillar hasta hacerlo una posesión, las palabras eran tan solo una prolongación del fantasma de una idea, y aquella idea no trasgredía los límites del mundo espiritual, permanecía al margen con el trazo endeble de una alegoría, algo que no era algo, quizás un simple sonido, una honda que igualmente difuminaba en las partículas del aire. No llevaba ni dos hojas cuando decidió acabar con aquella charada de símbolos obtusos, sin embargo leyó con calma lo recién escrito e invadido de pánico descubrió algo extraordinario: aquellos caracteres escritos en el papel no parecían ser los mismos que construía en su cabeza mientras ejecutaba el acto de escribir, más aterrador que eso, fue saber que aquello escrito en esas cortas paginas era en misterioso lenguaje del cual no tenía el más mínimo conocimiento, la incertidumbre le mantuvo en vela el resto de la noche. A la mañana siguiente fue a visitar a un viejo amigo de escuela que era jurista y a la vez un reconocido lingüista de la población. Le mostró lo escrito la víspera, y pregunto si acaso esos misteriosos conjuntos de vocales y consonantes pertenecían a alguna lengua usada por el hombre. Su amigo, afirmó casi de inmediato, curioso e intrigado quiso saber la proveniencia de aquel manuscrito –los he escrito yo- dijo él, pero su amigo pensó que se burlaba – he sido yo te lo aseguro, pero no puedo decirte como lo he hecho, ni conozco el contenido de aquellas letras- su amigo pensó que le tomaba del pelo y le dijo cortante – es imposible que hayas escrito tu este manuscrito pues en él se narra con asombrosa maestría de un lingüista hebreo del siglo tercero después de Cristo las bajezas de un humilde pastor que asesinó a su amo y luego viajó a Irán para iniciar su militancia bajo el mando de Muza, lo inexplicable de todo esto, es que este manuscrito si no es una burla apócrifa, es quizás la única traducción al hebreo de ciertos versículos perdidos de los diarios adjudicados al general Táriq, los cuales se creían un mito en la tradición musulmana y de los cuales tengo plena seguridad que tu no tenias la mas mínima idea- Era cierto. Ante la sentencia de su amigo, la reacción que adoptó fue de profundo espanto, ¿Cómo era posible que él, desconociendo los hechos históricos y la lengua en que fue escrita había procurado esos escritos sin plena conciencia y con una habilidad impecable?

Pero algo más paradójico y oscuro le asaltaba el corazón, ¿Cómo era posible que sus manos digitaran aquello, cuando en su voluntad y en su mente escribía, una profunda e inacabada carta suicida?

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