
Me dispuse a escribir como todas las noches, tratando de forjar una disciplina, de volver el acto en una rutina. Pero la maldita resaca no me lo permitió. Punzantes espasmos en el lado derecho del cráneo me atormentaban, cada vez que intentaba escribir o incluso meditar alguna frase, una aguja invisible flanqueaba mi empresa. No tuve más remedio que rendirme ante aquel ataque. La pagina quedo en blanco y yo tirado en la cama por largos días, muriéndome de inanición y una fatiga incomprensible. Quería ponerme en pie, dar mi última batalla, pero fuerzas extraordinarias me dominaron, veía tan lejana y ajena aquella vieja máquina, la hoja palando al viento que se filtraba por la ventana. La pereza gobernaba en el cuarto. No existían motivos para pretender romper la quietud en la que me hallaba inmerso. Los días y las noches pasaban sin prisa y sin ninguna novedad, al parecer los extraños fuera de este cuarto no se percataban de mi ausencia. Quizás ya me habían olvidado. Estaba petrificado, sin frio o calor, sin miedo o angustia, mortalmente rígido como un cadáver. Pero no estaba muerto ni siquiera en un estado catatónico, simplemente no quería moverme. Moverme era el acto mas estúpido que pudiera realizarse, la quietud era la una labor decente. Parpadear y respirar de vez en cuando, escuchar el palpitar somnoliento de un corazón tranquilo. De fuera podía escuchar pasos, voces, gritos, ladridos de perros, el cantar de los pájaros, el chillido de un grillo o un bebe, la magnitud del silencio en alguna madrugada, los frenos de unos neumáticos, las campanas de una iglesia, los vendedores de verduras, los niños sonrientes, el golpeteo de camas y cuerpos tras los muros, el canto sutil del aire en la madrugada. Mi cubil estaba silencio y estático como yo. Ni siquiera el reloj de pared quería seguir su marcha, así pasaron los días hasta que una madrugada, mientras me encontraba en la placidez de mi reposo, escuche el repiquetear incisivo de mi vieja máquina, al comienzo pensé que alucinaba, que era producto de mi situación actual. Pero luego con un gran esfuerzo descubrí que no era así. El clap clap de la maquina seguían y la campanita sonaba a su vez, las frases comenzaron a poblar la hoja en blanco, hasta que llego a su punto final y fue allí cuando me puse de pie y leí esto que ahora acabo de contar.
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