
Adormiladamente se amoldaba primavera purpúrea y maletuda en el bello pueblo azul. Era el año 1910 si mal no lo explica el inconexo manuscrito de origen Pharragonés. En las calles de Oslonia vacilaban cantares infames de juglares hedonistas que jamás habían escuchado la palabra: lucidez. Las noches eran mágicas, cubiertas por misterios inusitados, por musas que jamás un poeta hasta entonces habría lucubrado ni aun al filo de la ultima necedad. Las muchalembras aguardaban su decolorado invierno esperando mustias en los jardines de las nobles señoritas. Los ramilletes de esa amancarada sensación, meritaban en las cloacas mudas y anacoréticas. La calma solo era el preludio para el desprecio y la intolerancia, el alcohol y los fluidos solo eran preludios de una locura caníbal. La noche walpurgis, donde todos llevan mascaras, donde todos tratan de exhibir el verdadero monstruo que encierran en sus vidas aburridas. Aquel monstruo que grita sin voz en la lluvia de verano.
Todos eran felices aquella noche menos él. Un albañil de pobre estío, claudicado por todos sus parentescos como: Abel Pantronic. Deslumbraba en su ebrio caminar una desdicha, obra indudable de un dineral echado al fuego por los vicios. ¿Era tal vez desdicha? (me permito exonerar lo acontecido del contexto) era más próximo el sosiego de una peliaguda alma lóbrega. Pero más afirmo yo (narrador errático y pueril) que Pantronic se arrastraba por el empedrado en el desfiladero hacia su infamia, con el rostro bajo de cucaracha y el mirar torcido de algún lagarto hambriento. En el cuadrante de enfrente, en una taberna le nombraron con voces de tumba borracha, una invocatoria fantasmal. Pero Pantronic ignoro el llamado asi como sus ancestros lo hicieron a sus vez, Pantronic padecía un extraño abstraccionismo en su peregrinaje mezclando en él la sordera de sus propios pasos con los sermones prohibidos del Zohar. Iba impróspero a su catacumba, con ilícito Meyrink a medio tumbar rezongando aun en sus labios. Silbaba en comparsa un yom kipur de otro tiempoy pensaba en ella, Lilith, la joven viuda del mercader Ashnat. Quizás gravitaba en lujuriosas escenas amparando en el letear del vino.
Pocos vástagos perseguían un incrédulo como Pantronic para depositar en él la culpa y la retribución de una raza utópica y guerrera. Pero interpolado y maltrocado, olvidando que el destino esta trazado por las brujas, siguió en el zigzagueo, esquivando obstáculos invisibles. Hecho papalina por el tonel de Meyrink ya vacio y en su panza, fue a parar en frente de dos canallas de la nefanda calle Danzig. Fue para los dos truhanes como en festín un cerdo, laceraron su cuello humilde y sudoroso, sus ojos aun alucinados no derramaron una lagrima, su vaho expiro una vocal muda.
Sonrieron los homicidas al admirar el botín mientras la poca luz de una lamparilla se reflejaba en un charco carmesí al lado del inmutable Pantronic, que oraba tenuemente en el empedrado de la callejera lo bendecía por última vez. Retumbaron las campanas y una enorme sombra surgió de las plegarias del moribundo, un torso de arquetipo pétreo, de boca intimada, ruda y ojos terciados por la ira despertada, conscientes del pecado aun convaleciente. En su último respiro, Pantronic vio que el ave volvía con una azucena en el pico, satisfecho por la epifanía contempló a la monstruosa efigie vengadora y se dejó consumir por la nostalgia de la vida, todo había sido un castigo y una recompensa del cielo y sin temor a las llamas con las que ya soñaba hace algún tiempo, durmió a los pies del homúnculo.
En la plaza minutos más tarde las animas saltaron de su vigilia, los vivos interrumpieron su festín, gritos desgarradores perturbaron la tibia noche. En una calle solitaria, parecido un Cristo de Antagonía yacía Pantronic mientras la botella del bálsamo que hace todo olvido se difundía por el empedrado junto con la sangre peregrina del que jamás terminaría esa jornada.
Todos corrieron sin saber hacia dónde, las huellas fueron regadas por todos los caminos, los miembros amputados de los asesinos fueron colocados por todo el pueblo haciendo figuras de cábalas aterradoras, sangre viseras y huesos componían el hechizo que daba inicio al albur de la mañana.
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