
La originalidad no era una virtud de aquel hombre, así como todos los hombres son alegoría de sus ancestros. Tampoco podría decirse que fuese un tipo genial, que sus palabras se hacían dogma una vez sentenciadas. Era un tipo común, así como cualquier otro, un tanto ridículo eso sí, pues jamás abandonaba su sombrero de fieltro negro y peinaba su bigote de modo simpático. Era rubio y de piel pecosa, no era ni flaco ni obeso, era un tipo de bigote negro y sombrero, nada más de particular. Su andar era como el de los otros, que andaban por las calles, que subían escaleras, que subían al autobús para ir a trabajar, trabajaba como los demás, sin muchas ansias y sin extremada fatiga, bebía café en las tardes y en las mañanas, curiosamente no leía el periódico, tenía sus reservas frente a la prensa, algún fulano alguna vez le oyó decir que todos los periodistas y los publicistas son unos insectos canallas, chupasangres que se nutren de cualquier oportunidad fútil. Pero ono por esto se debe especular que nuestro hombre de sombrero y mostacho, era un hombre de ideas elevadas o de ideales revolucionarios, simplemente no leía la prensa porque no le gustaba leerla. Tenía una noviecita en el barrio rico de la ciudad siendo él, un proletario ordinario que se ganaba el pan honestamente, vendiendo seguros de vida. Aun vivía con su madre en una casa vieja pero acogedora, allí coleccionaba estampillas, monedas de todos los países y cartogramas antiguos. En su casa habitaba un gato, no era suyo, era el compañero silencioso de su madre en las tardes de croche. Era un gato blanco, grande e imponente, con aire de magnificiencia egipcia, era meloso y dormilón y se habia habituado a casar muy poco, solo por ocio. era un gato astuto que solía hacer la siesta en la cama en las mañanas mientras él salía a laborar. La madre si leía la prensa, sobre todo la sección de sociales, era importante para ella mantenerse enterada de todas las eventualidades sin importancia de la gente sin importancia que cree ser importante. La madre jugaba parques los domingos con las vecinas de la cuadra, era mañosa como el gato a la hora de jugar, hacía té y servía galletas, mientras él usaba los domingos para holgazanear, permanecía en cama casi hasta el medio día, escuchando un poco de jazz, un poco tango, y porque no alguna obrita clásica mientras oteaba y organizaba meticulosamente sus álbumes de estampillas tendido en la cama. A la tarde salía con su noviecita a un café o al cine (aunque con menos frecuencia, ya que el cine también le causaba ciertas reservas) su noviecita era simpática, ojos negros saltones, caderitas febriles y senitos de cereza. En las noches se refugiaban en su cuarto, él le acariciaba el muslo y la entrepierna, ella se estremecía de placer y dejaba musitar un leve quejido de su boquita fría. A ella le encantaba que le recitara poemas de Silva o de Flores, que podemos hacer, era un tanto cursi, y otro tanto melodramática. A veces quedaban desnudos en la cama teorizando puerilmente sobre el amor y la muerte. En su mente, él sabía que no la amaba y que ella a su vez, tampoco, imaginaba la muerte de su amor un día repentino y sin aviso, un día en que él o ella buscarían cariño en otro cuerpo. De ahí su mente se dejaba consumir por la idea del aburrimiento, luego su rostro se ponía turbio y oscuro, y se decía para sí, ya tengo treinta años y cuando miro hacia atrás veo un desierto donde no me queda nada más que ese sombrero que cuelga del perchero, y así sumergido en nostálgicos galimatías se dejaba llevar hasta que la voz de su noviecita lo llamaba como las sirenas a los navegantes -¿Qué te pasa? ¿En qué piensas? ¿Porqué llevas esa cara?- decía ella, a lo que él respondía, no es nada, tonterías mías. Y así pasaba sus domingos letárgicos y meditabundos, a la espera triste del mañana. Otra vez los lunes todos volvía a la regularidad, volvía comenzar el círculo infinito de las semanas, las mismas horas, el mismo sombrero de fieltro negro.
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