Cada vez que escribo cuentos en tercera persona me siento ridículo, aunque el solo hecho de escribir es ya un acto en tercera persona. Pero la ridiculez que me acosa es la simpleza con la que siento que fluyen los relatos por más que trato de hacerlos míos, tengo el presentimiento que se disipan a mis espalda, intento con todo los recursos que me están a la mano para mantenerlos en el margen de la realidad o por lo menos de la sensatez, pero entre más empeño le imprimo mas majaderos y flojos los percibo. Siempre me he sentido más cómodo en primera persona, hablando en primera persona, donándole al narrador de ocasión mi voz silenciosa. Ingenuamente suelo creer que estoy siendo más contundente, más honesto con el lector imaginario, que mis palabras llegaran a golpearle alguna fibra de este modo. Sé que en ambos casos la tarea está perdida, no es problema del narrador si no de la narración. Las primeras, segundas, terceras y cuartas personas pueden entrar y salir de un relato, verdaderamente importante es el modo, la fuerza con la que se narre el relato. Esa fuerza, esa pulsión que yo presumo es menos artificiosa y más directa, que busca sin querer llegar al lector. No pretendo escribir autobiografías, ni mucho menos crónicas de mis aburridas vivencias; por más que me resista mi trabajo es mentir, fabular realidades paralelas, realidades discordantes, realidades muertas. Pero luego de escribir siento incompleto, un embaucador a mí mismo, que nada allí escrito tiene el menor significado para, y cuando ocurre lo contrario (que son en pocas ocasiones) sospecho que aquella frase que me deleito, es hurtada de otro autor.
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