LA DIOMEDEA



¿A qué musa pudiéramos invocar para que nos cantara el desenlace del valeroso Tidida, luego de haber usurpado triunfante la amurallada ciudad de Ilión? Algunos suponen en ominosos versos que el hado del glorioso Diomedes tuvo grande similitud con el trágico acontecer del poderoso atrida Agamenón al regresar a su querida tierra y en el mejor de los casos se le compara con el epílogo del ingenioso Odiseo. ¿Podría suponerse otro final distante a estos? ¿Sería lícito acaso elevar sus proezas a las del colosal Heracles? ¿Podría ser enaltecido con provechosos cantos hasta la efigie de un dios? Cerrando los ojos un instante se vislumbra el porvenir de este héroe, y retornan a la mente las imágenes de sus peripecias y desventuras, escenas épicas dignas de ser contadas. En la batalla había amansado grandes adversarios, como el funesto Ares con el cual aun tenía cuantas por saldar. Más allá del agravio acometido al dios, este se hallaba ardido en celos, al descubrir el intrincado romance entre el valeroso héroe y la virginal diosa, la de la égida de Zeus. Quizás por ello en su historia se bifurcan tantos laberintos. Era insondable que el aguerrido Diomedes, en uno de los variados encuentros con Marte diera muerte a este y de su divino icor bebiera en tributo a su amada diosa y luego esta, la de ojos de Lechuza, arremetiéndose a la profana valentía de su mortal amante, encubriera el crimen, lanzando el cuerpo del dios a las profundidades del océano con ayuda de su tío, aquel que hace temblar la tierra. Para así, de este modo, procurar al hijo de Tideo la usurpación de un olímpico trono y entrambos construir la maraña para que Diomedes se despoje de sus mortales túnicas y lleve puesto consigo, la nefasta armadura de la deidad de la guerra.

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