Postrado en su lecho, Carl
Fleming Jung hijo de Gustav II,
susurró en el oído de su primogénito: “Incuestionable es, mi querido Cástor,
futuro rey de Turgovia, que la sombra que nubla ya mis visiones es el pago
justo a ese voraz deseo mío, esa pasión que me llevó a hundirme en los
misterios de esa quimera que se oculta tras el hado femenino, de ese demonio
que es la mujer. Por el dios alado que cuida nuestro reino te juro he intentado
refrenar este impulso bestial que me gobierna desde mis más dulces años. Pero
mi sangre es pérfida y mi voluntad es débil, mi templada fe no pudo contener el
brío que me redujo a ser el esclavo de los siniestros y delicados encantos de
esa hija bastarda de la diosa Ishtar.
Ella, llegó cuando la dulce
primavera bendecía los campos de nuestras tierras, llegó con una caravana de
nómadas del sur. Iba yo recorriendo la plaza central acompañado de mis
confiables centinelas. Y fue allí, donde la vi, tan resuelta y fiera, con esa
piel indómita, privilegio de su raza que no conoce el encierro ni el castigo.
Para mí fue lumbre divinal su mirar, que, con sus ensalmos, sus contoneos y
artimañas, logró seducirme hasta a un humilde y clandestino tálamo de hierbas
cerca del Rin, una vez allí, ante la luz de una luna roja, conjuramos los
dionisiacos ritos. Fue mío su cuerpo entre suevas jadeos y caricias, hallé la
gloria en su seno de loba mientras ella con su ágil mano empuñaba la daga con
la cual la muerte penetró en mí por un costado, antes de perder todo el
conocimiento vi en sus ojos el fulgor de una apacible venganza y en su risa el
cariño de una hija y de una madre a su vez confabuladas. Luego de consumado el
episodio, la tierna asesina desapareció por entre la hojarasca”.
Cástor que no era nada tonto
entendió las aladas palabras de su padre y se fue en busca de la prófuga
hechicera. Tardó seis noches en encontrarla en un escampado a las afueras de su
reino al llegar, Castor se sintió intimidado con la presencia de aquella
fugitiva que en vez temerle y esconderse parecía que le hubiese esperado allí
desde siempre, sentada en calma al borde de un riachuelo. Castor empuñando su
noble espada, ella descubriendo su pecho para ser sacrificada, la presa
indefensa esperó la envestida del aguerrido cazador y no hubo ni un grito de súplica
o de batalla, ni siquiera un pobre sollozo, todo fue tan vertiginoso entrambos,
Castor saltó sobre su víctima con los ojos incendiados sin darle un respiro y
le besó en los labios desencadenando la furia que guardaba en su valiente
corazón, ella se dejó avasallar por el temible enemigo y consumaron allí mismo
su propia venganza. Al aparecer la luna
nueva en el cielo centellante, Castor sonrió. El agravio ya estaba saldado.
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