Sentado en el
pasaje de Versalles, pienso en los viejos, mientras intento tomarme un café oscuro
con unos pasteles hojaldrados. Divago en el procedimiento de la ingesta, ese titubeo
que no ha de faltar en esta nimia ceremonia de bizcochos con café, me siento un
infractor a cada sorbo, a cada mordisco, y cuando quedan solo las migajas
sobre el plato y contemplo en el fondo de la taza el asentado de aquel oscuro líquido,
me envuelve una misteriosa tristeza, la tristeza que involucra el saberse,
ajeno, excluido de cualquier secta, incluso de esta paupérrima secta de fieles a las pastelerías y a los cafés.
Dejo que la amargura de mis ojos recorra
las otras mesas, y el desasosiego se acrecienta, al contemplar como aquel viejo
de mirada ensoñadora de mi izquierda, con sus manos temblorosas, huesudas y
plagadas de llagas, parte en dos los bizcochos, como si fuese un obcecado
sacerdote, que se dispone a repartir la eucaristía. Lo miro con recelo, envidio
el modo en que lleva imperialmente los mendrugos a su boca, no soporto verle más,
la envida me corroe , miro hacia otro lado y me sumerjo más y más en ese
atolladero de frustración, incordio y pena, al ver a tres ancianas enjutas,
beber el té, con una parsimonia divinal… pienso que todos aquellos viejos irán
al cielo de los comedores de bizcochos y que yo iré, al círculo del infierno
donde yacen los hipócritas, los usurpadores, esa raza proclive de seres
rastreros que jamás encontraron donde ocultar sus vergüenzas en un agujero de
la sociedad, pero que pasaron sus días impostando, mimetizándose en todo lugar
donde no eran más que extranjeros sin nombre… intento desviar mis pensamientos,
intento traer un recuerdo que no me pertenece, el recuerdo de mis padres, en
sus años de juventud – por eso estoy aquí, intentando atrapar el tiempo que
nunca será mío, ese pretérito que vive en los sueños de las historias- aquellos
años de galantería, donde mi padre lucía camisas de seda color rosa, patillas
ampulosas y bigotes de maleante de película de vaqueros. Mi madre inmaculada,
vestida aun de uniforme de colegio, sonrosada por las insinuaciones y los
cumplidos hipócritas de mi padre –en esos tiempos que me miento gravita el amor
por sus cabezas y no por la bragueta de mi padre- intento recrear la escena,
los diálogos, las emociones, pero todo se diluye, no puedo viajar a un pasado
donde no soy más que un silencio a la espera de una nota, de un sonido… vuelvo
mi mirada ante las migajas de mi plato y con el dedo índice cazo una a una las
pequeñas partículas de hojaldre, me las llevo a la boca y prefiero pensar que
por ese instante soy un Saturno masoquista, que se devora dulce y suavemente
todo el tiempo esparcido en aquellas migas que reposan inocentes en el pretérito.
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