Enigmático regalo
que me brinda el inconsciente, levantarme presuroso a releer Tres versiones de
Judas y
de allí, como poseído por una potestad del inframundo repito nuevamente La secta de los
treinta, ambas historias del autor fervoroso, sabio en la bruma de las
calles de Buenos Aires. No contento con esta posesión Salomónica o cabalística
(Como quiera cada quien interpretar), me inclino a concluir las lecturas del
casi fingido Fausto de Marlowe. Un macabro misticismo, me embriaga, y vuelve a
mí, la figura idónea de un demonio con cabeza de gallo, dejo las runas a un
lado, la fe y la cordura, asumo el instante infinito que antecede a la muerte,
en claro de un agua infernal mi reflejo se trasforma en el espejo del ahorcado.
Mi espíritu se ensaña de un extraño alejamiento, una mezquindad divina hacia
aquellos que hasta hace un breve instante llamaba mis hermanos, pero que con
ufana epifanía vislumbro ahora mas rastrero que aquel vil reptil que condenó a
los primigenios padres de la Historia del fecundo Milton, al oprobio y el
desagrado de su Dios egoísta. Busco el refugio en el misterio, en el enigma de
la esfinge incorpórea de ese libro innombrable que yace olvidado en esa
biblioteca que visitan los Oniros. Aguardo sin prisa alguna, al borde del árbol
de los muertos, alguna señal redentora que direccione la incertidumbre y el
desarraigo que hoy custodia mi natalicio. Soy de la herencia cainita, de la
progenie absoluta de hombres quiméricos y como proscrito de su signo espero en
la calumnia de mis años, la bendición de la muerte y el pecado, mientras
reniego tres veces de mi fantaseado onomástico.
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