"LA HIJA.—¿Te sientes maltratado por la vida?
EL OFICIAL.—¡Sí! Ha sido injusta conmigo..." A. Strindberg
Monstruosidad… he muerto mil y un días, abominable anarcos de arena que con
su yugo impávido ha trastocado mi esperanza. Dilapidado el purgatorio de los
vicios, ni una copa de vino roza hoy mi boca, el elixir de los alucinados me ha
sido prohibido, solo he de cumplir la función masoquista del demonio contemplativo,
donde ni masturbarme puedo, porque los genitales se irritan por el intenso
verano que sacude mi cuerpo… cuerpos efímeros transitan por mi habitación de
anacoreta forzado, bagatelas de efigies femeninas que ya no logran evocar
ninguna proeza, me siento tan antiguo como un ammonites hecho pedazos, soy el fósil
de mis propios recuerdos pétreos. El dolor es el único enemigo que me visita y
me consuela, viene a susurrar en mi intestino que estoy vivo sobre un abismal
porvenir. Sonrió cuando todos los espectros desaparecen, se dilatan mis
pupilas, deformadas y virulentas, una sombra atroz, se confunde con la mía, es
aquel bufón asesino que tiene impuesto mi verdadero nombre. Le grito pero solo está
aquí, a mi lado, en mi mismo sillón, para burlarse de mis tragedias, es él, el
hacedor de todas las fechorías. Me trae a escena una obra macabra, latente que
sangra y me hace vomitar. Primero veo agonizar a un viejo soldado, naufragando
en el océano de una memoria insondable, aquel bello anciano, me mira con una
sonrisa inútil, me mira pero no reconoce en mí, a nadie, mira a través de mí,
en busca de la ventana del recuerdo. Cae el telón. Aparece en escena la
enfermedad, un perro muerto, una madre doliente que no sabe como consolar sus
imaginarias penas, habla de miseria infinita bañada por la opulencia, sufre por
una precariedad futura e improbable. Llora inconsolable, por sus desgracias
ficcionadas, mientras la enfermedad atraviesa el cuarto, sin prestar atención
al cadáver del can ni a la madre hipocondriaca y salta sobre un engendro que no
había notado en la escena, soy yo, el monstro abominable y minúsculo que se
esconde en un rincón, la enfermedad, se apodera de mi cuerpo, y sus siniestras
carcajadas virulentas, revientan mi estomago plagando la escena de toda mis
inmundicias… una voz infantil repite, interminables veces una palabra que no
logro construir en cabeza, presumo que es la respuesta anhelada, aquella que me
alejara del paraíso de los autómatas… No puedo configurar aun, una salivación
maniaca como Strindberg o Schreber. Los ángeles me repudian y los santos me dan
la espalda. Estoy absorto ante el vacío, no he aprendido nada del teatro
macabro y no me queda más remedio, que inclinar la balanza hacia la locura,
hacia el desvarío irremediable… no puedo seguir cargando esta cruz de pulcritud
y hastío. Mis ojos perturbados no soportan esta esclavitud, esta realidad
enferma, idiota y estéril. Fabrico entre quimeras, el último acto, sobre el
escenario encantado, una figura lujuriosa, de fiera y mujer, daimón terrible y
seductor, de espaldas a mí, brama canticos desenfrenados y obscenos, y yo,
presa febril del austerismo satánico, me debato entre la muerte y el deseo,
entre los sueños de angustia y lujuria. Mientras echo a volar todas mis cartas
cargadas de reyes y bufones.
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