
Paso horas mirando el calendario, tratando de descifrar el día de mi muerte. Tengo registro del día de mi nacimiento, no sé porque en ese maldito papel de seguro no adjuntan la fecha en la que se ha de fallecer, así todo sería más fácil. No andaríamos con tanta prisa buscando la muerte en cada esquina. Por mi parte seria muy sencillo, encendería un cigarro, me sentaría en el balcón de cualquier hotel meridional que tenga vista al mar, destaparía la mejor botella de vino, serviría dos copas y esperaría a que llegue sin ninguna prisa. Si todos viniéramos como cualquier producto lácteo con fecha de vencimiento, las cosas serian más llevaderas, habría menos mentiras en los actos, y nuestra actuación seria mucho más convincente.
Lo ridículo en la vida es seguir con vida sin saber hasta cuándo. El día de defunción no acabaría el encanto, el misterio y la poética de la muerte, sí bien no la concebiría ni más rica ni más infortunada, la asentuaría de forma mas “consiente” más real, dejaría de parecernos tan lejana e imposible. La incertidumbre de las horas futuras no acabaría, sería simplemente seguir el conteo regresivo.
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