Nunca fui y
menos seré lo que he sido siendo, una vana sombra en la pared. Quimera de otra sombra que camina,
que se pierde y se hace tiempo caduco, que simula la efigie postrimera de un hombre abstracto... Una sombra que se encorva, que suspira,
que mira la sombra del sol arriba en una nube. Una sombra que arrastra los pasos con un bastón
de piedra-sombra, diluyéndose en el humo de un cigarro, de infinitos cigarros que
nunca han de apagarse, que no dejan de soplar humo, de crear la niebla en la
que habito y dejo de existir, como un ser de ficción entre los sueños de otros escritores, me reconstruyo entre espasmos, titubeos de aquel que dice ser mi creador, bajo
el manto de una lógica tenue que podría rayar con la cordura de los enfermos de
vida, con una claridad que solo puede albergar el corazón de los suicidas. No
soy el eco de la sombra que se transfigura y estira por la esquina, en la
tarde de verano donde los niños idiotas juegan y ríen con sus amigos
imaginaros, quizás otras sombras como yo, pero que son sombras de luz, espejos
cristalinos que solo la mirada ingenua y perversa de los niños puede atisbar. Yo
voy con el espectro de la vejez a cuestas o simplemente soy yo quien va a un
costado unido a la muerte futura de aquella sombra que camina, de aquella
sombra que mueve por las calles hasta caer la tarde, contemplando con deseo fúnebre
las primeras prostitutas que se paran en la acera reflejando sombras mudas, cadavéricas,
en el asfalto frío donde quizás hoy se muera un hombre joven sin llegar a la petite mort de la consciencia, en una cama de un motel cercano. Yo persigo a mi dueño, con la soga al
cuello. Sin voluntad. Con el humo de su cigarro haciendo de mi memoria algo más efímero que el amor
humano. Vago, vagamos, caminamos en silencio, en la niebla hacia la última
calle donde se apagan las luces y el aire triste de la noche, murmura en su
protolenguaje de sombras arruinadas: El bod obrusba le.
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