“El asesinato surge del amor, y el amor alcanza su
máxima intensidad en el asesinato…” Mirbeau
En la mocedad de mi oficio, buscando nutrir mis pobres conocimientos
literarios, ejecuté una suerte de vagabundeos y pesquisas por el mundillo
artístico londinense. Como era de esperarse, no tardé en descubrir la estrecha relación
que eternizan los escritores con la bebida. Así que no me quedo otro camino que
frecuentar todos pubs y bares de mala muerte de la localidad. Esta ardua y
comprometida investigación me llevó a conocer un variopinto abanico de
personajes excéntricos y delirantes, como también una cantidad deslumbrante de
fracasados sin talento (entre los que me sentí siempre como en casa). Pero, de
entre toda esta fauna de rarezas, derrotados e idiotas, quisiera abusar del
recuerdo de un hombre, que de algún modo para mi reunía tan dispares
caracteres, tan antagónicos que rosaban con lo cómico. Este hombre no era otro
que, Ralph O’Higgins, columna vertebral del club de los irreprochables. No
puedo decir que alguna vez fui invitado en este selecto grupo, del que nadie
creo era miembro, aunque sí puedo decir que gozaba con una larga lista de
desertores. Digamos pues que estuve allí por una suerte de azares o por el vano
hecho de andar repetitivas noches, mendigando un polvo en los burdeles más
indecorosos de todo Soho.
Quisiera referirme a una de esas noches en particular. Fue en The Pilgrim’s house. Entré en un momento
en el que se disputaba una acalorada discusión entre los poetas, Adrik Krutikov
y Mario Lepore, sobre la relación de la belleza y la locura en términos
femeninos. Las cosas estaban un tanto salidas de proporciones. Lepore acababa
de tirarle una pieza de ajedrez a Krutikov, dejando en jaque su ojo izquierdo,
en ese preciso instante hizo su aparición el buen O’Higgins, que salía del baño
de mujeres cantando alegremente:
“Leck mich im Arsch!
Laßt uns froh sein!
Murren ist vergebens!
Knurren, Brummen ist vergebens,
ist das wahre Kreuz des Lebens,
das Brummen ist vergebens,
Knurren, Brummen ist vergebens, vergebens!
Drum laßt uns froh und fröhlich, froh sein!”[1]
Laßt uns froh sein!
Murren ist vergebens!
Knurren, Brummen ist vergebens,
ist das wahre Kreuz des Lebens,
das Brummen ist vergebens,
Knurren, Brummen ist vergebens, vergebens!
Drum laßt uns froh und fröhlich, froh sein!”[1]
Ostentaba un glorioso vestido de dama victoriana, trayendo en brazos una
rata de hule cubierta con un manto cual si fuese un indefenso infante. Al
percatarse que los apasionados poetas estaban a punto de terminar su disputa
como lo suelen hacer las personas de minuciosa entereza y exquisita cultura, o
sea a los golpes, decidió que era propio intervenir de manera condescendiente y
caprichosamente oscura:
-Disculpen que interrumpa su solemne disputa, entenderán que estaba
amamantando a esta criatura – dijo esto y señaló a la rata de hule. -
-¿Ahora qué quieres?- respondió uno de los poetas intentando salir de su
desconcierto.
-Adivinarán queridos capullos, que
un tema tan peliagudo como el que ustedes tratan no ha de pasar por mis oídos, como
la misa de los domingos, y mi lengua se perfila ya, a dar no una opinión o un
juicio, sino a traer de la memoria la trágica fabula de un artista que ha mucho
conocí en Viena y que quizás nos sirva para algo en este intrincado asunto. De
esta historia logré constatar que la belleza de la mujer radica en su maldad,
pero no en la maldad de los actos o pensamientos, si no en esa maldad
intrínseca de la cual la naturaleza le dota y por eso tanto los poetas hemos
dicho que es la mujer nuestra perdición y nuestro cielo. Sin embargo, quiero
que me entiendan y no aminoren mis palabras pensando que esto es una mera
retórica romántica, un eufemismo para desenmascarar el siniestro rostro del
alma femenina. No soy quien, para tomarme tales atribuciones, simplemente
cumpliré la función de un narrador que solo sabe algunos detalles superficiales
de lo que respecta a los aciagos sucesos de Anna Turán.
››En mis neófitos años de actor, hice parte de una compañía irlandesa de
teatro itinerante. Recorriendo la mayoría de las capitales de toda Europa. Por
ese entonces representábamos en Praga una versión ultrajante de Pigmalión. Pero
las desgracias nos acaecieron a una semana de estreno, nuestra actriz
principal, cayó enferma, tan en enferma que solo pervivió un par de días más.
Indignados, pero con la voluntad inquebrantable de los artistas, pretendimos
continuar con las funciones estipuladas en la localidad, y aunque yo muy
comedidamente me ofrecí a remplazar a la difunta, el resto de la compañía optó
por buscar alguna actriz en Viena que quisiera encarnar a Elise Doolite. El
tiempo jugaba a nuestra contra, solo contábamos con las horas de la tarde para
perpetrar el engaño, la suplantación. Llenando el paroxismo dramático de
nuestra situación las aspirantes no podían ser acaso más insulsas, todas eran
un derroche de simpleza, una riqueza de estulticia y poca gracia. Ya
desahuciados y a punto de renunciar con el espectáculo, apareció en escena
ella. La figura más grácil y pagana que mis ojos enfermos han podido
contemplar, por un momento creí ser presa de una ensoñación shakesperiana,
siendo yo un borrico y ella, la reina de las hadas. No sobra decir que su
talento para actuar era irreprochablemente nulo. Pero eso son tonterías que a
nadie le importó. Contemplarla allí, muda, sublime, moviendo las caderas
celestiales al ritmo de un jazz desenfrenado que el director hizo poner quien
sabe porque, por el simple hecho quizás, de verla danzar, de adorar aquella
agitación convulsiva de la carne trémula de su luna bifronte, oculta tras la
tenue niebla de una falda zarrapastrosa que llevaba... Podíamos mandar al
diablo la actuación, obviar el hecho que fuera analfabeta y que jamás se
aprendería el guion, era tan perfecta en su ignorancia, tan natural su parecido
con la creación idónea de Shaw, que el público al igual que nosotros, haría a
un lado los reproches burgueses y anodinos de una crítica insolente, para
quedar transido por dardo de Eros, al advertir esta Venus de carnes rijosas, gravitando
por el escenario.
››La primera función de Anna fue todo un éxito. Todos los caballeros la
ovacionaron y todas las damas presentes se marcharon indignadas, llenas de
envidia y fingido decoro. En el teatro este tipo de cosas son pan de todos los
días. Con la experiencia los artistas asumimos que siempre estaremos en un
segundo plano en el arte de la impostación y la hipocresía, pues los honores de
tan grandiosa industria se la lleva siempre el público presente. Ellos son los
que mejor impostan esas máscaras aéreas de horror, sorpresa, agrado o
excitación ante la farsa que tienen en frente. Son tan buenos, los canallas,
que aun a sabiendas que somos unos pobres fantasmas, presumen dejarse engañar
por nuestras niñerías… Y este frenesí de hipocresía desbordante lo vivió al
poco tiempo del estreno la propia Anna. Quien debió lidiar todas las noches con
filas de hombres que la esperaban a la salida del teatro, cargados de
ramilletes, bombones, joyas y los más pobres y necesitados con la suplicante picha
afuera de la bragueta. Anna, quien en el arte de ser mujer repuntaba ante sus
escuálidas rivales, supe llevar con altives aquellos ataques de fanatismo.
Sabía que todo aquel engaño de adoración y gloria perenne se iría apagando
lentamente. Sus pensamientos fueron contundentes, con los días, el auditorio
fue reduciéndose en número exponencialmente con cada función. Solo un hombre
persistía noche a noche escondido, entre el público.
››En la última función de nuestra obra en Viena, aquel hombre taciturno,
misterioso y ensoñador, que siempre la contempló desde la sombra, se acercó a
ella como antes lo hicieran esas cortes paupérrimas de hombres mendigantes,
para entregarle un retrato, donde calcaba fielmente la exuberancia de sus
gráciles formas, imaginándola desnuda de tal manera que si para ella, aquel
artista no resultase un perfecto desconocido, ella misma aseguraría que ese
hombre conocía la desnudes de su cuerpo mejor que ella. En el dibujo lo que más
sorprendía era la soberanía y detalle con el que edifico con unas simples pinceladas
el majestuoso culo de Anna… Sobra decir, que la locura de la pasión consumió
desde sus entrañas, el alma de la musa inmortal y del sufriente artista,
amalgamando sus deseos en una hidra insaciable. Lo que aquella abominable
criatura desencadenó me fue referido muchos años más tarde, por una de las
voces de sus víctimas.
››Hace tan solo unos meses, que recorrí nuevamente esas calles lúgubres y
mistificadas de Viena. Arterias de infinita y desalmada belleza donde confluyen
todas las emociones del espectro convulsivo y contrariado del poeta. Aquellas
que arrastraron tantas huellas de genios ya olvidados y que ahora servían de
lienzo para dibujar el fracaso renuente de las mías. Era la primera vez que me
estrenaba como autor en aquella despiadada ciudad, de la que tenía recuerdos
tan ambiguos. Y para colmo, me atreví, sínicamente a presentar a la luz del
mundo, Las Falócratas[2].
Era Viena, el más conspicuo escenario en el que yo pudiese visualizar tal
decadencia de un reino falocrático.
››Mientras paseaba por sus parques, por aquella arquitectura ostentosa
casi en ruinas, era imposible no percatarse de la similitud de la cultura con
el bálano del miembro masculino, cuan sutil y pasajera se erige en el tiempo y
con cuanta presteza decae en el oprobio marginal, para quedarse allí, yerta
como una picha fría.
››Me encontraba en tal grado de ensoñación y pesadumbre que no hallé otra
manera más sensata que lidiar con este desasosiego onanista, que, a la manera
de mi sangre irlandesa, bebiendo hasta caer. Así pues, busqué el sitio más
andrajoso y enriquecedor para mi espíritu celta. Y fue allí donde encontré, nuevamente
entre las sombras de otros hombres, a aquel indómito Pigmalión. Lo abordé de
inmediato, un aura fabulosa le envolvía, sentía en el espíritu de ese hombre un
sufrimiento más profundo y maravilloso que el mío.
-¿Es usted Arsenio Cienfuegos?- le pregunté. Aquel hombre respondió con
una voz tan lejana que me hizo pensar en las voces que escuchó Odiseo en su
paseo por el inframundo.
-¿Me recuerda?¿Yo fui compañero de escena de Anna Turán? ¿dígame que ha
sido de ella? - Fue tan solo mencionar aquel nombre para que ese hombre
resucitara de entre los muertos y me mirara con el ardor de su apellido.
-¿De ella? ¿Qué ha sido de mi bella Anna?-
-si- repetí yo y con voz helada sentenció
-Muerta… muerta… muerta-
››La noticia me conmovió, pero no como esperaba. Es trágico escuchar que
una creatura de singular belleza desaparezca con tanta prontitud de este
fangoso mundo que tanto necesita de flores como ella. Sin embargo, es algo
factico, la sublime belleza no puede perdurar por mucho tiempo en un ambiente
tan hostil. Anna Turán, estaba predestinada como todas formas bellas de este
mundo a perecer joven.
-¿Qué fue lo que ocurrió?-
Arsenio clavó su vehemente mirada en mi figura por un instante, como
retándome a no sé qué extraño juego. Tal vez lo impávido y frívolo de mi
semblante le aplacó un poco la cantera de sus retinas y comenzó su penosa
confesión.
-Imagino que usted estuvo al tanto de nuestra pasión, por lo menos las
primeras semanas, aquellos días volcánicos donde nos fundíamos en lava carnal.
Olvidándonos del absurdo universo de esta sociedad hipócrita vienes. Anna fue
para mí mucho más que una musa, fue mi obra irrealizable, mi lucha y mi locura.
ahora creerá usted que mis palabras están construidas en la fingida poética que
usamos los artistas para elevar objetos insignificantes a pedestales donde
duerme la más profunda belleza… Se bien que usted la conoció, y sabe que no
miento, que esa mujer podía conducir a un hombre a lo más primitivo y
monstruoso de su forma. Y en eso me convertí. Toda ella era un campo de
hermosura, en la que descollaba la soberanía magnánima y esférica de sus ancas
¿podría acaso el más fino compas delinear el absoluto redondel de sus caderas?
Infinitas horas me quedaba de rodillas extasiado, en un trance más que
religioso, ante aquel oráculo, intentando descifrar su misterio. Recuerdo
aquella primera función cuando la vi salir a escena, ese leve giro que
descubrió mi perdición y mi consuelo, vino a mi mente, de súbito, la frase de
Dolmance:“¿Dónde hallaría el amor altares más divinos?”[3]
Tantas veces intenté reproducir sus fabulosas formas, pero en vano quedaba mi
trabajo. El hombre es un artífice mediocre ante el poderío de la naturaleza y
más cuando la naturaleza se ha ensañado con toda su perfección en esas
rubicundas nalgas. Oh, desenfreno al que me vi sumido, cuantos placeres
profanos no disfrute de aquel prohibido fruto. Hasta dejar el vulgar alimento
de los hombres para nutrirme únicamente con la ambrosia que esas nalgas me
procuraban. Pero el deseo de poseerla, de recrearla, de inmortalizarla crecía a
la par de la lujuria. Pasé del papel y del lienzo a la tridimensionalidad,
quería aprisionar su forma en el barro. Entregando noches enteras depurando
aquellas voluptuosidades, trazando una y otra vez la división de sus nalgas,
reproduje más de mil veces el estrecho y oscuro agujero de perdición que se
escondía entre esas dos montañas de placer. No podía permitir que el temible
Cronos erradicara aquel durazno de afrodita, como lo hace con todos los frutos
de esta tierra.
››¿Y qué papel jugaba ella, en estos pérfidos rituales a los creía someterla
en mi delirio frenético e incontrolable, se preguntará usted? Era acaso ella
más criminal, más perversa en su fingida sumisión, pues era yo, un pobre esclavo
del deseo, mi voluntad se encuentra encadenada a sus belles fesses. En pleno uso de sus cabales, sintiéndose adorada,
asumió con orgullo el papel de mártir, disponiendo sin reproche alguno que yo
fuese su verdugo. Porque sepa usted que, en este juego de seducción y
violencia, los poderes están invertidos. El sádico es simplemente un
instrumento para saturar el placer del masoquista, y como todo juego de poder,
es un juego egoísta. El sádico obtiene un placer adyacente, creyendo que se le
concede el control absoluto y en su megalomanía pierde de vista los hilos que
le halan y le hacen hacer piruetas como una pobre marioneta de carnaza. Es el
masoquista, ese perverso titiritero, quien pone límites a cada movimiento, a
cada detalle, a cada escena de esta tragicomedia lasciva. Es él, quien da
rienda suelta a la imaginación, quien, en su aparente postura de víctima, se
deleita fabulando y concediendo falsos poderíos al victimario. Tema usted a la
mujer, pues ella, dueña y hacedora de este juego, bajo el cambuj de su
fragilidad esconde ese el profundo y siniestro anhelo de reducir a polvo todo
rasgo de belleza en el mundo.
El único objeto al que Anna aborrecía en secreto era a aquella forma
inacaba de barro, en la que atisbaba su más temido rival. Cuantas veces me
suplico, besándome los pies las manos, para que dejara de una vez mi
persistencia con ese objeto inanimado. Pero yo no podía ceder a su capricho, lo
hacía por ella, no podía permitir dejar en un estado tan grotesco, tan
imperfecto, tan ridículo aquel objeto que esperaba nos trascendiera. Necio y
torpe he sido, ningún arte humano puede reproducir tal belleza. Intenté
alcanzar la divinidad con mis vulgares manos para caer como un Ícaro. Entre más
crecía mi obsesión de perfección por esa forma hierática y muerta, más se
inundaba mi alma de perversión por arrastrarme a la forma viva de Anna. Más y
más me hundía en los oscuros rincones del alma humana. Emule cuanto extravío
perverso notaba en cada libro obsceno. Anna desde su trono, me empujaba con más
fuerza a esas regiones nefarias del erotismo, de la degradación y glorificación
de su cuerpo con tal que por un instante olvidara yo, la quimérica reproducción
de su hermosura. Ay terrible desenlace… en un episodio de locura y celos Anna,
permití que ella arremetiera con rencor hacia mi obra inacabada. Esto fue la
perdición para ambos. En ese lapsus donde la marea se calma un instante.
Entendimos nuestro pecado. Había muerto la sublimación, el deseo de muerte se
hizo presente y tomo lugar en nuestro escenario. Nos situamos en ese lugar que
tan claramente describió Bataille: “…muy
lejos en un mundo donde los gestos carecen de alcance, como voces de un espacio
insonoro”. Íbamos directo hacia la nada…
Su mirada se apagó y buscó consuelo en la mía. Yo me hallaba tan
estupefacto que solo tuve fuerzas de convidarle a un trago de coñac para que
continuara con el descenlace.
-Anna está muerta- prosiguió, con una mirada cenicienta perdida en el
vaso de coñac- sus carnes ya no son más que un recuerdo. Envidia sentí de
aquellos infames gusanos que devoraron ese lugar que fuese hacía poco, el
templo de mi amor. No crea que no intenté desenterrarla para robarme y devorar
un pedazo voluptuoso de su carne descompuesta y fría, pero la sociedad
indolente no me lo permitió, me llamó loco. Volví luego a mi taller, y busqué
por todos los rincones, los pedazos estériles de esa arcilla maldita,
reminiscencias de mi crimen y la llaga de mi ser… tarde varios días en componer
y acomodar uno a uno los fragmentos. Pero la visión que me produjo el conjunto
no me produjo sosiego, por el contrario, me sumió en un estado febril… ¡Fuego! Quería
incendiarla por dentro como hice con ella, en mi delirio pensaba que el fuego
apagaría mi locura, introduje en su interior de barro aquel mismo objeto oval,
metálico e incandescente que use en las entrañas de Anna. Quería verlo menearse
como la serpiente de Milton, retorcerse de placer y dolor como lo hizo ella, en
esa danza demoniaca siendo devorada por Hefestos, deseaba demostrar el lado
opuesto de la obra insigne de Courbet.[4]
Quería que esa horrenda escultura mía representara el fin del mundo, del mismo
modo que aquella noche, lo representaron para mí las vehementes caderas de mi
venus calipigia…-
-¿Y qué paso con aquel artista?- preguntó Krutikov, conmovido por la
historia
-No lo sé- dijo O’higgins acariciando efusivamente la rata de hule- Dicho
de pasó no volví a saber nada mas de aquel pobre artista ni de Viena. Mi obra
fue un rotundo fracaso y fui señalado como persona no grata, por una aparente
obscenidad de mi arte… ¡ ¡Lagartos! ¡eunucos! Bien entiendo ya el infierno que
tuvieron que vivir Cienfuegos y Anna, como parias de esa sociedad hipócrita y
mojigata que ha tanto necesita que le metan un huevo incandescente por el
culo…-
[1] Canon en Si bemol mayor, compuesto por Mozart. El título en nuestra
lengua sería: “Lámeme el culo.”
[2] Obra de carácter erótico-política, bastante desconocida de Ralph
O’higgins, en donde por medio de un monologo el pene de un hombre va narrando punto por punto, las diversas facetas de su fálica
vida, a través de los años y el detritus de su virilidad pasando por la
arrogancia monárquica y oligárquica que gobernaron su infancia y adolescencia,
para luego dar paso a la plenitud ilusoria de la democracia que inspira la
madurez insensata, hasta podrirse y perecer en la autocracia y la tiranía de
una decadencia que solo termina en la impotencia y el encono. Todo esto ante un
público enteramente femenino. Es por eso que el articulo determinado del título
sea en femenino plural. Otorgándole así al público un papel determinante y protagónico
en la obra.
[3] Sade
[4] Se refiere al Origen del mundo
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