¿Quién calentará
mi picha fría en estas noches de soledad? ¿A dónde se han ido todas las ninfas absurdas que salen al rescate de animales desprotegidos? Ni los ángeles de
la lujuria quieren apiadarse de mí. Estoy plantado en este sitio como el árbol de
Godot. Ni los labradores vienen a mutilar mi agonía, para hacer de mis recuerdos
fuego y luego ceniza. Los días transcurren en una burbuja de hierro. Soy un árbol
que babea en la colina, un árbol solitario, que ha dejado de dar frutos y tiene
el rostro de piedra y el alma encadenada del hombre sensual, que atrapado en el
sino pérfido de un cuento kafkiano intenta penetrar en el sueño del placer a través
del dolor perpetuo de la ilusión. El viento es insoportablemente cálido, mi
rostro permanece inmutable, pero anhelante porque no es mi rostro quien lo
presiente, es la máscara de piedra quien amuralla el grato candor de la ventisca,
mi falo, intenta empinarse bajo el ramaje y los nidos de cuervos que lo
ocultan, pero han pasado tantas horas que su forma es el eco de un eunuco. Ante
el espejo un protohombre brillante como el gran astro, me sonríe implacable, más
que su mueca burlona me ofende su pija en alto. Se agarra los huevos y se va
dando saltos de colina en colina sodomizando cortesanas, escurriendo ríos de
semen en lozanos senos marmóreos, fecundando la muerte y la locura que alguna
vez yo ambicione sembrar en el horizonte. El corazón palpita con fuerza, pero está
cansado, es un reloj que olvidaron darle cuerda y que para colmo una fiera dejo
caer al piso. Quiero ahuyentar con mis brazos endebles a los niños que desde
abajo me lanzan guijarros y se mean en mis raíces, mientras sus madres ofrecen
a la vista de mi máscara, sus chochos gastados y virulentos, dilatados, prestos
a parir nuevos demonios. Bajo este rostro no puedo llorar, mis lágrimas se
convierten en arena. He decidido morir de la forma más cobarde, ya que el
suicidio me es prohibido, he decidido hacerme poema.
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