La arcada


Ocho escalones faltan para intentar atisbar el oscuro piso entapetado con terciopelo carmesí, lleno de manchas y amalgamas tatuadas por el tiempo. Los pasos cansados, de fatiga casi laboral y mortuoria. Sospechado pantano que puebla y reside entre las botas. Larga meditación, titubeo en el último escalón. El hielo del pasado vuelve a la memoria, rompe los huesos y congela el corazón lleno de pánico y angustias. Las paredes húmedas pintadas de azul con cenefas de florecitas blancas. El sitio se visiona callado y con poca luz, cuelga a lado izquierdo de la empinada una lámpara de aceite que hace mucho no se usa. Quizás la poca luz se deba a las ventanas de la planta de arriba, algunas con cortinas cerradas por el espanto, otras desnudas, friolentas. El polvo acumulado, deja huella de los pasos, telarañas en los rincones, nidos de un abrupto pasado, la brecha de un porvenir inhóspito e inhumano. Solo pequeñas criaturas habitan ya la vieja casa, insectos rastreros, escarabajos, cucarachas, polillas, pulgas y ratas. Si tan solo ellos pudieran hablar, contar la historia que está grabada bajo la cal de estos viejos muros. Bestias que huyen medrosas al atisbo del visitante usurpador. Agujeros, gritas, civilizaciones secretas, diminutas. La casa vació un universo silencioso de nuevas y variadas sociedades. Hace más de dos generaciones alejada del yugo del hombre. Ahora desolada, llena de vida incauta. La madera de los escalones que parece revelar alguna historia, algún acontecimiento vetusto.

En otro tiempo se escuchaban risas infantiles, cantos hermosos, eternos por el corredor.

“La luna duerme, luna duerme
El sol perezoso se levanta con bostezos.
Entre el cantar de alondras y de trinos”.

Alicia y Magdalena, las dos hermosas niñas rubias, de cabellos ensortijados, ojos grises como el cielo y de risas tan puras como himnos de inocencia. La luz que llenaba de alegría el corazón del padre, el sufriente padre, que había quedado a cargo de las pequeñas luego de la fatídica muerte de su fiel esposa. La vida injusta, una enfermedad perversa, invierno atroz, mujer postrada en una cama, moribunda, avisos de abandono. Dios se olvidó de ellos, lo dejo el ojo de la desolación. El triste funeral al comenzar la primavera, la primera flor creciendo en el patio central de la casa, triste azucena. La muerte la injusta muerte. Ahora el padre, el responsable del futuro de las pequeñas. Él, atareado comerciante, que viajaba de pueblo en pueblo, atravesando mares, cruzando valles, aprendiendo lenguas. Las niñas al cuidado de una matrona gorda pero amorosa. La distancia era algunas veces breve, un par de semanas, tristemente uno o dos meses. El tiempo apremia, la infancia es corta, los niños crecen, los juegos cambian, la primavera viene con nuevos cantos, con el más bello de todos, el primer amor, el inocente deseo de flor. ¡Cuán hermosas eran las dos muñecas! los años las hicieron musas para cualquiera que las atisbase por vez primera. Juguetonas y alegres, divinas princesas. Pronto muy pronto los castillos y los tulipanes que fabricaron en su mente se fueron desmoronando por el ardiente sentimiento que crecía en sus corazones. Adiós a los jardines imaginarios, el corredor se despoblaba de infantiles rezos y crecía un joven anhelo. ¡Oh terrible celo! Que se apodera de la cabeza del padre, en sus ojos siempre, siempre serán sus niñas, las niñas de papa. El temor a quedarse solo, a que otro granuja le robara el trono de su amor. 
Nadie turbaría aquel amor paternal, nadie le usurparía su amor.

Las jóvenes princesas veneraban al padre, pero deseaban secretamente a un príncipe esbelto y majo, que les arrebatara su corazón. Deseaban ser amadas, adoradas, colmadas de besos y caricias. El deseo crecía, el amor estaba afuera en la primavera. A hurtadillas en silencio, en las ausencias del padre, mientras la matrona dormía, salían en la alta noche para encontrarse en el lago con sus bellos enamorados. Besos, eróticos versos, cartas, más besos, tantas caricias. La plenitud del amor juvenil lleno de fuerza y rebeldía. La razón de la vida pura. Noches que se esperaban duraran para siempre, que ese eterno beso nunca llegara a su fin. Aprendieron a amar, de dejarse llevar y ser poseídas por el huracán de sus deseos, pero todo en secreto, todo lejos de la casa, del corredor, de la matrona y el padre. Más la dicha juvenil es tan solo un sueño, una chipa que se extingue prontamente y de los románticos juegos pueden venir emisarios más fuertes. Fue así como germinó en Alicia, el fruto de un amor secreto. ¡Oh santo Dios! ¡Cruel tragedia! Sino maldito del pecado, presa del pecado y la desesperación, la desilusión del padre, la vergüenza de todos. No hubo más remedio, no hubo más sendero. Encerrada en su cuarto, con presura y miedo se ahorco con las sabanas de la cama de una viga del techo. A la mañana calurosa todos fueron atropellados por el nefasto. La cara púrpura, la boca seca y negra. La magdalena de rodillas, rezando desconsolada en un mar de lágrimas. El padre apuñalado por la cruel visión, su luz, su vida colgada allí, pálida, muerta. Alicia fue sepultada en verano y días después Magdalena se enclaustro en un convento y nunca más volvió a visitar a su viejo y solitario padre. La casa fue dejada en venta, pero nadie quiso comprarla a causa del trágico incidente.
Allá abandonada quedo la vieja casa, el mágico corredor. Allá en el polvo y la tristeza del recuerdo.

Es trágicamente hermoso desterrar el viejo dolor, terminar y repetir  los pasos antes del último.  Apoyar la mano en el barandal d la escalera que conduce al cuarto de nuestras tristezas más profunda, las heridas que nunca sanaran en nuestro corazón marginal.

Antes de perecer, es grato, volver a los lugares que preferimos olvidar. Con voluntad o no, remembramos lo que se ha perdido en el pasado. Todo es circula, un caracol, así como el imaginario corredor, el jardín de tulipanes y castillos, de risas y cánticos.

“La luna duerme, luna duerme
Y los niños duermen, todos duermen,
En el crepúsculo todos duermen”

Dos escalones faltan para estar a salvo en la gracia divina del señor.


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