LOS MUERTOS DE RULFO



Un solo libro que lo diga todo,
un solo libro que sea el igual de la vida y la muerte.
Nafragio de Sangre, F. Olivetti


Quizás otro día empiece un trabajo más laborioso que este al cual me entrego hoy y profundice en el ensayo sobre aquello de los muertos de Rulfo. Quizás llegue a hacer semejanzas anodinas con las obras de otros autores, podría traer de los cabellos a Poe, Hoffmann, Lovecraft y hasta el mismo Homero y hacer paralelos que empobrecerían ese bello libro cargado de muertos que presumen no estarlo... No quisiera adentrar en un trabajo crítico literario del cual no tengo argumentos para cimentar un discurso que se sostenga sobre el papel, pero si quisiera deleitarme un poco de manera un tanto morbosa, abriendo la pandora que ocultan mis oteros temerosos.
Vi en el relato de Comala el reflejo de este pueblo, el traslucir cualquier pueblo, ese el temible sueño que se repite y se repite... al terminarlo de leer corrí muerto de miedo a ver mi faz en el espejo, era irremediable, estaba tan muerto como la ciudad que tintineaba agonizante en la oscuridad, aquella inhumana Metellinum que golpeaba en mi ventana, presentí burlona y trágicamente ser el reflejo de Juan Preciado y de todos los muertos anónimos de la noche y la niebla. Las fantasmagóricas pesadillas se agolparon en mi cuarto, los espectros se sentaron a mi lado y lentamente el miedo se fue disipando. Advertí que la muerte es solo una prisión y un tormento para los vivos o peor aun para los que sueñan estarlo.
Estaba muerto, era irremediable, pero no había fatalidad en mis ojos sin brillo, había quietud y serenidad, el beso impávido de Mictecacihuatl que llenó mi boca vacía de ceniza. La tierna oscuridad de afuera nubló mis visiones de un futuro, las letras del libro se hicieron bruna noche, una noche eterna donde los difuntos que somos todos, bailábamos sin máscara y nos miraban los huesos.

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