EL VIAJANTE


Mientras la mirada cansina naufragaba en el licor de la copa. Absorto en pensamientos dubitativos, incongruentes, etéreos como el perfume de una heliconia. Perfume que le hacía remembrar la efigie de ella, la de níveo rostro, con su vestido verde limón, en el puerto de Veletta esa tarde de abrir, cuando sus dos cuerpos unidos, entrelazados por el deseo y cuatro manos febriles y temblorosas, se hacían promesas imposibles. Ahora los calendarios de aquel núbil enamoramiento se habían echado en la hoguera del leteo. Un viajante no tiene tiempo para el amor infinito. En la cabeza solo pueden deambular itinerarios, fechas, cheques de cobro, pasaportes, y todas las variantes formales del tiempo empacado en una maleta. La madre se hallaba enferma, postrada en una cama de un cuartito humilde a océanos de distancia. Una carta del hermano al lado de su mano derecha, sobre la mesa acariciando la copa.
"madre se nos muere Francisco. Ven pronto".. ¿ir? ¿hacia dónde? Viajar era su único destino, viajar era su castigo, por los siglos y los siglos de su laborioso destino. Las arrugas solo eran sellos de experiencias vacías de lugares diversos, rostros invisibles de razas y culturas que solo recreaba en su propias lenguas. Ninguna vida le había afectado, todo era transitorio, nunca había tiempo suficiente para intimar con nadie. No tenía amigos, ni conocidos, solo clientes, gente sin importancia. Todo era trabajo sin descanso. Para amansar una paupérrima fortuna. Sin hogar, sin ciudad, siempre peregrinando, aullando al olvido, colgando de su pecho de fino satín una flor del asfódelos. En su mundo de emigraciones constantes, los espejos dejaron existir, el reflejo del mar no era más que una entelequia ridícula de lo que alguna vez llego a ser. Su vida era un vil remedo de un sueño circular, siempre la misma copa, los mismos ojos y tantos recuerdos perdidos en el alcohol y en el candor de su espíritu infatigable, de aquel corazón nómada.

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