LA PRISIÓN DE ÍCARO


Contemplando el vuelo del pájaro que solemne respeta las alturas, como las águilas que se desploman del pico más alto para alcanzar la postrimera redención. Dejarse caer, caer en el vacío, en el abismo de la nada, donde todos los sueños, las ambiciones y los anhelos se bifurcan. Se pierde el sentido de la caída y se acaricia el estrepitoso viento de céfiro que corre hacia otro abismo. Buscamos la eternidad suicida; unos fabricando inconmensurables torres donde las nubes se evaporan, otros quedandose sentados, casi inertes esperando la sagrada hora, otros se rinden a la velocidad futurista del fracaso ante el progreso, la utopía. La sencilla respuesta si quieres alcanzar la divinidad del cielo has de volar presuroso en picada hasta el sieso del asfódelos, reza para que te reciba la piedra de Sísifo que apenas comienza su empresa. La inmortalidad no está en las alturas, yace en el vacío que existe entre el cielo y el suelo.
Elevamos las alas para intentar escapar del terrible laberinto, la vida nos es mezquina, no queremos ver cara a cara al monstruo en que nos hemos convertido, soñamos con el néctar y la ambrosia, con la aburrida perennidad. Pero hayamos en el vuelo el horror, la gran tragedia, cada vez más lejos está el galimatías, cada vez más lejos estamos de nuestro codicioso anhelo. El vuelo es nuestra salida de escape pero es nuestra nefasta jaula, un laberinto pérfido e inagotable del cual no hay escapatoria, no podemos ver los muros que nos retienen, somos presos de nuestra propia y absurda obstinación, el oráculo de la memoria nos tiene sentenciada la redención, una segunda oportunidad para escapar de la necedad que nos agobia. Se queman nuestras alas, adiós a la utopía, al noble sueño de cronos, no alcanzamos a vislumbrar la majestuosa, y soñada ciudad voladora de Krutikov. El sueño se hace más claro, en realidad no caemos, estamos ahora volando realmente hacia la iluminación donde la tierra nos acoge con sus manos extendidas. Ya no existen más dudas, el tiempo se detiene, colapsa, somos dioses.


Una jaula donde aprisionamos nuestro vuelo, el fan de un utópico progreso. La paradoja el instrumento redentor, la llave que nos libera es la misma llave que pone tranca al cerrojo de nuestra prisión. No existe mayor castigo que el infinito; en términos vulgares, no existe un reino más ominoso y engañoso que la fantasía. Creemos volar cuando mas castrados somos. Una prisión sin límites, alada, evocadora y demencial nos devora.

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